El misterioso libro hallado en un mercadillo
Era un viernes caluroso cuando me dirigí al Mercadillo de Segur de Calafell (Tarragona). Me encanta la vida de los mercados al aire libre, una pena que los ayuntamientos no inviertan en cuidar a los comerciantes como es debido, como hacen en países como Alemania o Francia.
En los mercadillos, cada cual vende su mercancía lo mejor que puede y sabe. Algunos la anuncian a voz en cuello, mientras que otros prefieren simplemente tenerla bien expuesta para que la gente se acerque a contemplar los productos y, con suerte, acaben comprando. Saludé a algunos amigos entre los comerciantes, aunque no me entretuve demasiado, ya que en mi mente estaba mi amigo Isaac. Cuando Isaac me vio, se le iluminó la cara y rápidamente vino a abrazarme. Tocaba un buen café para charlar. No importaba quién pagara, lo importante en realidad era estar juntos ese rato. No podíamos entretenernos porque mientras tanto su esposa se había quedado sola vendiendo. Tras ponernos al día y regresar a su puesto en el mercado, me puse a mirar los libros de segunda (o quinta) mano que tenía en venta. Isaac solo había sacado los libros más llamativos, así que le pedí que me dejara ver los que no había expuesto. Me acerqué a su vehículo y me acercó una caja repleta de libros. Saqué uno de Camilo José Cela, otro de Unamuno, de Rosalía de Castro, y por fin allí lo vi… Los guardianes del libro. Miré por encima la portada por su rareza y leí la contraportada y parte del epílogo… basado en hechos reales. Decidido, este libro se iba a venir conmigo. Los otros libros que había sacado también harían compañía al tesoro, para que el libro no viajara solo, y a riesgo de que mi esposa me echara de casa por llenársela de libros (aunque en realidad ella lea más que yo, pero eso ya es otra historia).
Ya en casa, vi que el libro se titulaba en el original People of the Book (La gente del Libro), aunque en la versión en castellano la editorial RBA Libros S.A. decidió traducirlo como “Los guardianes del libro”. La autora, Geraldine Brooks, fue ganadora del Premio Pulitzer 2006. La acción se desarrolla después de la guerra de Bosnia, cuando Hanna, una joven bibliófila, conservadora y restauradora de manuscritos medievales, se traslada desde Australia a Sarajevo para restaurar un tesoro que se creía perdido. Se trata de la excepcional Haggadah de Sarajevo —un libro de oraciones judío con ilustraciones explicativas en colores maravillosos— en el que Hanna trabajará y del cual tratará de descubrir sus secretos y a la vez reconstruir la historia de su milagrosa supervivencia. En el libro aparecerán personajes valientes, como el bibliotecario que arriesgó su vida para salvarlo de la destrucción. La autora Geraldine Brooks nos llevará de la mano de Hanna viajando en el tiempo por la historia hasta la Tarragona de 1492 cuando se proclamó la expulsión de los judíos de España. El libro también se exilió y sería uno de los pocos que escaparía de la quema de la Inquisición. Durante la ocupación nazi fue salvado por la pericia del Kustos. La autora adorna cada capítulo con frases dignas de mención, como esta: Allí donde se queman los libros, se acaba por quemar a los hombres (Heinrich Heine).
No voy a contaros toda la historia por si os da por buscarlo y leerlo, solo os diré que fue un deleite. Disfruté de un libro bien escrito y traducido, bien hilvanado y muy trabajado. Podéis buscarlo en mercadillos de segunda mano, pero por si no lo encontráis, os dejo un enlace para que podáis adquirirlo, podéis hacer click aquí.
Mientras leía el libro caí en la cuenta de que en el relato aparecían varias menciones a mercadillos. Así que me gustaría extraer algunas que se hacen en “Los guardianes del libro” sobre los mercados al aire libre, teniendo en cuenta que yo encontré este libro en un mercado similar. Así que, con todos mis respetos y reconocimiento hacia los vendedores ambulantes, comerciantes, marchantes… que durante miles de años han vendido sus valiosas mercancías creando puentes entre los pueblos y las gentes de todo el planeta, aquí expongo algunas de las breves referencias a los mercados en este libro:
Sarajevo, 1940– (A Lola) le gustaba pensar en Mordechai. Su manera de hablar le recordaba las viejas canciones en ladino que su abuelo le cantaba cuando era niña. Su abuelo tenía un puesto de semillas en un mercado al aire libre, y Lola solía quedar a su cuidado mientras su madre trabajaba. El abuelo siempre le contaba historias de caballeros e hidalgos, y recitaba poemas acerca de un lugar mágico llamado Sefarad, donde antaño habían vivido, supuestamente, los antepasados de la familia. (pp. 62-63).
Tarragona, 1492– David Ben Shoushan no era un hombre maleducado, pero su mente se ocupaba de asuntos superiores. Su esposa, Miriam, a menudo lo regañaba por pasar a centímetros de su cuñada en el mercado y no dirigirle un gesto siquiera, o por no prestar atención cuando los vendedores de caballas ofrecían su mercancía a mitad del precio habitual.
Así que nunca supo explicar muy bien cómo pudo percatarse de aquel joven. Al contrario que otros mendigos y mercachifles, el joven no voceaba, sino que permanecía sentado, estudiando los ojos del gentío que pasaba por allí. Quizá fuera justamente esa calma lo que llamó la atención de Ben Shoushan. En medio del clamor y el trajín, el joven era el único que permanecía quieto, centrado. Quizá tampoco fuera ésa la razón. Quizá sólo fuera el destello de un tenue rayo de sol invernal sobre el oro.
El joven se había hecho con un trozo de suelo en el borde mismo del mercado, que estaba cercado por la muralla de la ciudad. En aquella época del año, era un rincón húmedo y ventoso. Mal lugar para atraer a los clientes, por lo que los comerciantes locales se lo dejaban a los vendedores itinerantes y a la mezcolanza de andaluces que vagaba por la ciudad. Las guerras que se libraban en el sur habían expulsado a muchos, y cuando los refugiados finalmente llegaban aquí, ya habían tenido que vender los pocos objetos de valor que llevaban consigo. La mayoría de los refugiados que encontraban un sitio en los alrededores del mercado procuraban vender objetos inútiles: paños y túnicas raídos, o un par de cacharros desgastados. Pero aquel joven tenía ante sí un trozo de cuero desenrollado, encima del cual había dispuesto una colección de pequeños pergaminos pintados, coloridos, fascinantes.
Ben Shoushan se detuvo y, forcejeando, se abrió camino entre la muchedumbre para ver los pergaminos más de cerca. Se acuclilló y, para afirmarse, hundió los dedos en el barro helado. No se había equivocado: las ilustraciones eran deslumbrantes. Ben Shoushan había visto imágenes en devocionarios cristianos, pero nunca unas como ésas. Se inclinó y las observó detenidamente, incapaz de creer lo que tenía ante sus ojos. Eran obra de un artista que, o bien conocía bien la Midrásh, la exégesis bíblica, o había sido guiado por alguien que la conocía. Ben Shoushan sintió una inmensa alegría […]. (pp. 237-238)
Jerusalén, 2002– He tenido que hacerme una nueva vida aquí, y no ha sido una vida mala. Dura, sí, con mucho trabajo y poco dinero; pero no ha sido una vida mala. […] Era un conductor de camiones risueño y grandullón que había llegado de Polonia y pertenecía a un kibbutz del Negev. Todo comenzó porque me tomaba el pelo cuando yo iba a comprar a su puesto del mercado. Me sentía cohibida por lo mal que hablaba el hebreo, y él se aprovechaba para bromear con eso hasta hacerme reír. (p. 355)
En el texto encontraréis alguna mención más a los mercados, un lugar vivo y mágico ideal para reencuentros entre los personajes, pero creo que con esto es suficiente. Entenderéis que me haya sentido como Ben Shoushan al hallar la Haggadah, porque hasta nuestros nombres se parecen. No dejemos de visitar los mercados al aire libre, tanto si viajamos a Londres o a Tombuctú. Y no dejemos de ver los mercados al aire libre con curiosidad, con asombro, porque en cualquier momento podrás encontrar en ellos algo que andabas buscando o tal vez algo que te buscaba a ti. ¡Feliz verano en tus mercadillos favoritos!
Benji Gálvez- MERCAFER
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